El asunto puede ser más o menos creíble, pero el texto del evangelio es claro como el agua: José “tomó consigo a su esposa, y, sin haber vivido con ella, dio ella a luz un hijo” (Mt. 1, 24 25). A partir de estas palabras del evangelio de Mateo arranca la fe de los cristianos de que la concepción de Jesús en el seno de María fue una concepción virginal, sin intervención de varón. De ahí el apelativo más característico que ha recibido María de Nazaret: «La Virgen».
En cambio no se menciona con la misma claridad en los textos del propio evangelio que el nacimiento de Jesús fuera también virginal. Aquello del catecismo de que María fue virgen antes del parto, en el parto y después del parto, y que Jesús nació como pasa un rayo de sol por el cristal sin romperlo ni mancharlo, pudo ocurrir también, también pertenece a una creencia comúnmente aceptada, pero su fundamento en los textos evangélicos es mucho más débil, por no decir inexistente.
Además de la relación de Mateo existen dos referencias de la concepción virginal de Jesús, una en el evangelio de Lucas y otra en el de Juan. Lucas no lo cuenta como un hecho ocurrido, sino como un reparo de la misma María al anuncio de que habría de ser madre en el futuro (Lc 1, 34), cuando le dice al ángel Gabriel que ella no vivía con un hombre. El evangelista Juan, en su estilo literario peculiar, no relata los hechos en cuanto tales, sino que contempla los acontecimientos desde una concepción totalizante de la existencia: “No nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios” (Jn 1, 13).
La influencia de la fe en la concepcion virginal de Jesús en la vida de los cristianos ha sido inmensa, determinante. La virginidad o el celibato, como se le quiera llamar, se ha elevado a la categoría de ideal, de paradigma de la vida consagrada a Dios. Es cierto que no fue así desde el principio. Pero fue así desde muy pronto. San Pablo hace alusiones sobre el tema ya sea refiriéndose a sí mismo, ya sea en términos generales. Respecto de sí mismo alude a su celibato libremente asumido, “¿Por ventura no tenemos derecho a comer y beber (a costa de las comunidades)? ¿No tenemos derecho a llevar con nosotros una mujer creyente como los demás apóstoles y los hermanos del Señor y Cefas?” (1Cor 9, 4 5); es evidente que los demás apóstoles y el mismo Pedro no practicaban el celibato. También se refiere a este hecho en términos generales: «La mujer no casada se preocupa de las cosas del Señor, más la casada se preocupa de las de su marido. El que casa a su hija obra bien. Y el que no la casa obra mejor» (1Cor 7, 32 38). Prácticamente una o dos generaciones después de la muerte de Jesús comenzaron a generalizarse en la Iglesia corrientes de espiritualidad que buscaban la santidad en la práctica de una castidad permanente.
Y así ha llegado la tradición hasta nuestros días. La castidad tanto masculina como femenina se sigue proponiendo como situación típica de una vida fundamentalmente religiosa. Este es el fundamento del celibato de los sacerdotes; este es el fundamento de las órdenes religiosas femeninas. Está claro que, en principio, no hay ninguna contradicción esencial entre la vida matrimonial y el ejercicio del ministerio sacerdotal. Es una vieja tradición de la Iglesia Católica Occidental (en el rito oriental no es así), con todo el peso histórico y humano de una vieja tradición, pero igualmente sin más alcance que el de una vieja tradición.
Otro asunto muy distinto, y quiero también mencionarlo, ha sido la hipertrofia que el tema de la moral sexual ha alcanzado en el conjunto de la ética católica, y la obsesión con que este asunto ha centralizado los esfuerzos de los predicadores y de los confesores, como si fuera el tema central y determinante de la conducta cristiana. Esto es otra cuestión. Y no pasa de ser un desplazamiento de lo fundamental hacia lo periférico. Los motivos de por qué se ha producido este desplazamiento son múltiples. Habría que hacer un análisis de la cultura, de las tendencias políticas, de las estructuras sociales, donde este desplazamiento ha tenido lugar. Porque ciertamente su origen no parte de las fuentes de la revelación, ni de la tradición de los primeros Padres.
La presencia de la Virgen María en la fe de los cristianos, y su cercanía a nostros en nuestras oraciones, no se basa únicamente en el hecho de la concepción virginal de Jesús, sino en la relación que tuvo ella con su hijo a lo largo de toda su vida, y particularmente en el momento de la muerte de Jesús en la cruz. Jesús pide a su madre que mire a Juan como su hijo y a Juan que mire a María como su madre. Juan en ese momento representa a todos los futuros creyentes en la resurrección de Jesús.(Diario Córdoba. Jaime Loring)