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domingo, 22 de mayo de 2016

LOS TEMPLOS, CASA DE DIOS O CASA DEL PUEBLO

Jesús subía todos los años a Jerusalén para celebrar la Pascua en el Templo. Sin embargo, llama la atención de cualquier lector del texto evangélico que, en sus subidas al Templo de Jerusalén, Jesús no aparece participando en las celebraciones litúrgicas. Comenta las limosnas que otros dan para el Templo, que se encontraba en obras (Lc 21 1 4), pero no consta que él diese donativos con esa finalidad.

Cuando Jesús aparece en el Templo, lo vemos en la explanada, en los pórticos que rodeaban la explanada a cubierto del sol y de la lluvia, dando charlas a los que querían escucharle (Lc 19 47). Por el contrario, la práctica religiosa personal de Jesús, cuando él busca en la profundidad de su espíritu la experiencia de Dios, el texto evangélico lo sitúa en el campo, al atardecer o de madrugada, en la serenidad de la naturaleza, en medio del colorido de las flores y del canto de los pájaros (Mr 1 35). 

Hay dos páginas especialmente significativas sobre el pensamiento de Jesús acerca del Templo. Una en la que Jesús se indigna por lo que ocurre en la explanada, por la utilización, a su juicio, inadecuada que se hace de las instalaciones (Jn 2 13 25). La otra página importante es el dálogo con la samaritana sobre el Templo mismo como institución religiosa (Jn 4 5 42).

Como la inmensa mayoría de los sitios religiosos de la inmensa mayoría de las culturas, el Templo de Jerusalén está construido sobre una montaña. Las montañas siempre han impresionado a los hombres. Sin duda alguna constituyen una expresión de la fuerza de la naturaleza. Sobre las montañas se han levantado por todas las culturas santuarios a los dioses, y los cristianos han construido ermitas a la Virgen.

El Templo de Jerusalén está construido sobre un monte que en la tradición bíblica tiene un simbolismo excepcional: el monte Moira, donde se dice que Abraham se encaminó para ofrecer el sacrificio frustrado de su hijo Isaac (Gen 22 1 19). El monte Moira es el lugar geográfico de donde parten las grandes religiones abrahámicas: el judaísmo, el cristianismo y el islamismo.

En la cultura religiosa de los judíos, lo mismo que en la mayoría de las culturas religiosas que en el mundo han sido, el Templo jugaba un rol específico: era la casa de Dios en medio de su pueblo. Esto ha de entenderse en un sentido geográfico estricto: es un punto del territorio que se puede señalar con el dedo, donde Dios se hace presente. Esta concepción del Templo es precisamente la que Jesús no comparte. En su debate con los samaritanos lo deja bien claro. Los samaritanos opinaban que el auténtico monte Moira no era el monte Sión en Jerusalén, sino el monte Garizim, 50 o 60 kilómetros más al norte. Esta era la causa de su escisión cismática. Para Jesús, tal discusión carece de sentido, porque tal punto geográfico no existe. No existe un territorio, no existe un edificio, no existe un lugar donde la presencia de Dios sea más densa que en otro cualquiera. Esta ruptura hacia una desmaterialización de la presencia de Dios en la historia de los hombres es un punto esencial de la doctrina y del pensamiento de Jesús de Nazaret. Dios no está en las paredes y piedras de un edificio, sino en las personas que andan por la calle. Lo que les hagamos a ellos, bueno o malo, se lo hacemos a Dios.

 Jesús no dejó establecido ninguna clase de culto ni de liturgia; dejó simplemente la recomendación de que nos reuniéramos a compartir el pan en recuerdo de él. Las reuniones de los primeros creyentes inicialmente se hacían en casas particulares. Más tarde, cuando el pueblo creyente fué más numeroso, y la cabida de las casas particulares resultó insuficiente, fue preciso acondicionar recintos específicos de gran amplitud.

El Templo, en el cristianismo, no es la casa de Dios, por la sencilla razón de que Dios no necesita casa. El Templo es la casa de la gente, la casa de todos, donde todos pueden encontrarse para vivir y expresar colectivamente su fe. Por el contrario, la sacralización de unos muros y de un mobiliario conduce a la idea de un «santuario»; y eso está en contradicción con las palabras de Jesús.

Lo que Jesús, en cambio, no pudo soportar, es que, con la cobertura de la sacralidad del Templo, se utilizaran sus instalaciones con fines de lucro personal. La afluencia de visitantes procedentes del extranjero que acudían al Templo de Jerusalén dio ocasión de autorizar establecimientos comerciales para vender animales que los viajeros utilizaban para los sacrificios, así como establecimientos financieros para el cambio de moneda. Esta explotación económica del santuario en beneficio de quienes lo custodiaban es lo que llevó a Jesús a barrer de mercaderes la explanada del Templo.(Diario Córdoba.Jaime Loring.)