Les voy a contar una historia. Hace treinta años, justo cuando España entraba en la UE, había en mi pueblo dos amigos agricultores, propietarios de pequeños, pero buenos olivares de secano (unas 30 has). Les escuché hablar de la conveniencia de poner sus olivares en regadío, de que había buenas ayudas y de que las perspectivas para el sector eran excelentes. Oían decir que el regadío era el futuro, que aumentaría la productividad de sus explotaciones, que aumentaría la producción de aceite, que se ampliaría el mercado a nuevos consumidores europeos y que subiría el precio, creciendo con ello los beneficios de los productores. Además, pensaban con las ayudas de la PAC, la situación sería inmejorable.
Uno de ellos se hizo olivarero moderno, poniendo en regadío toda su explotación. El otro fue más conservador, o tuvo miedo, y decidió mantener su olivar como estaba. No le atraía la idea de regar un cultivo que siempre había sido de secano, e intuía que no le iba a traer los beneficios que se decía. Además, no estaba dispuesto a endeudarse para hacer frente a la fuerte inversión que necesitaría para modernizar su explotación. No le importaba que lo tacharan de conservador ni de contrario al progreso, prefería mantenerse como estaba.
He seguido durante todos estos años la trayectoria de uno y de otro, sus preocupaciones y sus recelos ante los cambios en la PAC. De la euforia de los primeros años, con la llegada de una cuantiosa cantidad de ayudas, con la modernización de las cooperativas e incluso con el desarrollo de almazaras privadas, fui observando cómo la situación se les iba deteriorando. El descenso del precio del aceite de oliva afectaba a los dos por igual, así como la reducción de las ayudas de la PAC también tenía los mismos efectos sobre ambos olivareros.
Pero había una diferencia.
El que puso en regadío su olivar, me decía, cada vez que nos veíamos, que estaba agobiado: que tenía que hacer frente a un aumento progresivo de los costes de producción, y que las cuentas no empezaban a salirle. El que lo mantuvo en secano veía, por el contrario, que sus costes se mantenían prácticamente constantes, y que las cuentas le salían.
El de regadío me contaba que cada vez eran más cuantiosos los gastos: que si los tratamientos fitosanitarios (sobre todo herbicidas), que si el verticilium, que si la fertilización, que si la mano de obra que necesitaba contratar durante toda la campaña para hacer frente a las labores generadas por el regadío, que si los gastos de la recolección,… Pero sobre todo, lo que más le preocupaba era el cada vez más alto coste de la energía eléctrica para sacar el agua del pozo que había tenido que hacer para abastecer su explotación. Ni siquiera con las ayudas de la PAC le salían las cuentas, dada la caída constante del precio del aceite.
Por el contrario, el que mantuvo su olivar en secano, tenía otro ánimo. Me decía que sus costes los tenía bajo control, ya que se limitaban a algún que otro tratamiento fitosanitario puntual y a echarle un poquito de abono al olivar. En cuanto a los costes laborales, se limitaban a alguna contratación laboral para ayudarle a recoger la aceituna, ya que su familia se había visto mermada con la salida de algunos hijos para ocuparse en otras profesiones (me decía, que, ahora con la crisis, alguno de sus hijos se ha quedado sin empleo y ha vuelto al campo, por lo que ya ni siquiera necesita contratar a nadie de fuera). En fin, mi amigo del secano no tenía deudas con los bancos, el coste de la factura eléctrica era mínimo, no tenía que pagar por el agua, y según me decía se las arreglaba razonablemente bien con la ayuda de la PAC.
Estas dos situaciones cuadran con los datos de que disponemos. Los costes de la energía en los regadíos de localización han aumentado más del doble en los últimos treinta años (un 65% en el último quinquenio, habiéndose casi triplicado el coste del término de potencia). En el período 2008-2013, la energía ha pasado de representar el 37% del coste del agua para el regante, a ser ya el 47%.
Sin duda que ha aumentado la producción en el sector olivarero gracias al regadío (casi se ha doblado la producción de aceite en los últimos treinta años). Sin embargo, si nos fijamos en la cantidad de Kw que se tiene que utilizar para alcanzar elevados niveles de producción, concluiríamos que nuestro olivar de regadío no es eficiente, al menos en esa franja de pequeña y mediana agricultura donde se ubica nuestro amigo olivarero.
Otra cosa son los olivares intensivos o superintensivos, donde la puesta en riego ha consistido, además, en una auténtica transformación de las explotaciones gracias al uso de tecnologías avanzadas para ahorrar costes (tanto en insumos, como en el consumo de agua y energía). Pero eso es otro cantar que no tiene que ver con la problemática que día a día tienen que afrontar esos pequeños y medianos olivareros que se lanzaron un día a la aventura del regadío y que ahora
se ven atrapados en una especie de callejón sin salida.
Volviendo a mis dos amigos olivareros. En el de regadío, su explotación ha sido, sin duda, más eficaz y productiva, pero la explotación del que se mantuvo en el secano ha sido más eficiente. Paradojas de la modernización que nos deberían hacer reflexionar sobre si ha merecido la pena tanta inversión pública en grandes obras hidráulicas que, aparte de su función reguladora para asegurar el abastecimiento de la población, no han conseguido hacer de nuestro sector agrario un sector eficiente.
Esas grandes inversiones sólo han servido para transformar en riego muchas de las tierras de olivar de secano, pero no para hacer la gran modernización que este sector aún necesita, una modernización que debería sustentarse no en el principio de la eficacia (más producción), sino de la eficiencia (producción con menos costes y con mejores estructuras comerciales).(Eduardo Moyano Estrada)