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lunes, 20 de enero de 2014

ANA PEREZ, MAESTRA DE HUMANIDAD

El domingo 12 de enero se congregaron en Puente Genil casi dos millares de personas, la mayoría pontanas, pero con un más que apreciable concurso de gentes venidas de todos los rincones de Andalucía y no pocos del resto de España. Acompañaban a Ana María Pérez Llamas —esposa, madre, profesora del colegio Compañía de María— que unas horas antes había librado su último combate contra el cáncer que la aquejaba desde hacía más de cinco años.

Conozco a Ana desde hace casi treinta años, y pasear a su lado por las calles de Puente Genil hubiera sido un suplicio para un caminante apresurado como yo, si no lo enriqueciera la amenidad de su compañía. Todo le interesaba: el juguete de un niño, los achaques de un anciano, la conversación de un vendedor de cupones, el bolso nuevo de una amiga, la historieta divertida de un vecino. Para cada uno tenía unos instantes.

No he tenido la suerte de trabajar con ella, pero compartimos oficio y llevo en la enseñanza el tiempo suficiente para apreciar el valor de quien no ha olvidado a uno solo de sus alumnos, por largos que sean los años transcurridos. He visto qué recuerdan de ella sus alumnos ya maduros. He sido testigo de la hondura de su magisterio, que no se limitaba a bruñir conocimientos o destrezas, sino que se atrevía a conocer a cada niño y ayudarle a construirse como persona. Sabía que los padres son los primeros educadores y que el maestro que no los atiende y los entiende sencillamente no puede educar.

En contextos muy diversos he contemplado cómo daba valor a los detalles, sabedora de que en ellos se encierra la perfección del trabajo, la excelencia de la persona. No se conformaba con la chapuza o la mediocridad y era capaz de exigirse y exigir hasta que las cosas adquirían el espesor adecuado.

Desde una madurez asombrosa, conservaba la ilusión de una niña pequeña para disfrutar de las cosas más triviales. Disponía de una enorme capacidad de asombro que lograba extraer de lo más cotidiano unos brillos nuevos que ofrecía gratis a todo el que se acercara.

Ana había aprendido a poner el centro en el otro, a adivinar sus necesidades y sus gustos, a presentar como deseos propios lo que intuía que el otro deseaba. Era firme en sus opiniones, que exponía con pasión. Pero cuando se daba cuenta de que se había equivocado, rectificaba. Nada de esto florecía en ella de modo casual, sino que se radicaba en el ejemplo y la coherencia de vida que sus padres le trasmitieron con la mayor sencillez.

Tal vez todo esto explique, aunque sea en parte, el porqué de tan numerosa concurrencia en su entierro. Cada uno de nosotros se sentía especial para ella. Probablemente porque de verdad lo fuimos. Probablemente porque aún lo somos. (Abc. FERNANDO RUIZ RETAMAR )