
-¿Qué evolución plantea esta obra respecto a La familia nórdica?
-En La familia nórdica aprendí a usar lo cotidiano y el detalle realista como punto de partida de una poesía transformadora de la realidad. Yo sigo lo que llamo en un ensayo de próxima aparición “la poética de la víspera”; es decir, la espera que todo poema es de la revelación poética y verbal. En este sentido, Barroco es un paso más en mi poética de transformación de la realidad y de víspera de la encarnación de la poesía.
-¿El único realismo que le interesa es el visionario?
-Sí, mi poesía es órfica y visionaria, pero siempre partiendo de elementos reales y cotidianos. Esto lo he aprendido de Dickinson y Montale, por ejemplo. Un realismo plano jamás luchará por transformar la realidad, por darle a lo real la altura que merece gracias a la imaginación. En cambio, el realismo visionario nos ofrece la posibilidad de ver las cosas siempre por vez primera; este realismo de las visiones une cielo y tierra. O como decía Juan Ramón Jiménez: que las ramas arraiguen y que las raíces vuelen.
-Ganar el Loewe le consolida como uno de los poetas de referencia en el panorama nacional…
-En efecto, se trata del premio más prestigioso de la poesía española, que antes han ganado maestros a los que admiro como Jaime Siles y Guillermo Carnero y, también, el gran poeta que es mi amigo Joaquín Pérez Azaústre. El Loewe, creo yo, confirma que una nueva generación está en marcha y que esta nueva generación se siente ya muy lejos del realismo plano de la poesía de la experiencia.
-¿Percibe usted un cambio de modelos estéticos en la poesía española?
-Sí, las cosas están cambiando. Antes dominaba ese realismo gris de la generación de los 80 y ahora los poetas de mi generación están llevando a cabo una poesía imaginativa, fuerte, alquímica en cuanto busca el oro de lo no dicho aún. Mi generación está explorando países cuyo mapa aún está en blanco.
-¿Cómo se manifiesta la huella de los novísimos en la poesía actual?
-La generación del 70 es muy importante para mí. De hecho, la considero, y así lo he manifestado varias veces, la única generación comparable a la del 27. Y no sólo es importante para mí; ahí tenemos los casos de Pérez Azaústre, Antonio Lucas, Javier Vela o Eduardo García. Todos nosotros hemos recibido una enseñanza estética de los novísimos, que se convierte también en una ética: no traicionar el espíritu de la gran poesía a cambio de tener un poco más de público. Los del 70 son los grandes maestros del lenguaje poético que influyen en mi generación.
-¿Hacia dónde se encamina su poesía?
-Ojalá se encamine hacia una poética visionaria, una poética en la cual la verdadera religión es la poesía misma. Vida y poesía van unidas. Mi poesía habla de los grandes temas: el amor, la muerte, el don de ver. Sí, la poesía es eso: el don de ver. Pero para ver hace falta dejar de oír; apartarnos de las modas y fundar un mundo propio. Ése es el camino que me gustaría recorrer con mi poesía.
-¿Qué queda de aquel poeta que a una edad tan temprana formulara un proyecto creativo tan ambicioso como La luz y la palabra?
-Queda mucho. La luz y la palabra, un libro de más de 400 páginas, es mi primer libro, cuya segunda parte aparecerá en Visor más adelante. Se trata de un primer libro que, por su extensión y ambición, ha aparecido de forma fragmentaria. En este primer libro contemplo la poesía como escritura del Ser y ésta es una idea que no me ha abandonado. Heidegger dijo que el hombre debe estar a la escucha del Ser; yo creo que el poeta debe hacer más: debe escribir el Ser. Yo recuerdo una juventud poética llena de ambición, pero ambición por hacer una obra verdadera: todo lo demás (premios, lecturas, conferencias) se da por añadidura. Desde el principio tuve claro que lo que yo deseaba hacer era una obra poética sólida por encima y al margen de todo. ( El Día de Córdoba)